Cuando en el Evangelio Jesús invita a los discípulos en misión, no les ilusiona con espejismos de éxito fácil; al contrario, les advierte claramente que el anuncio del Reino de Dios conlleva siempre una oposición. Y usa también una expresión extrema: «Seréis odiados de todos por causa de mi nombre» (Mateo 10, 22). La confesión de la fe acaece siempre en un clima de hostilidad. Los cristianos por ello son hombres y mujeres “contracorriente”. Es normal: ya que el mundo está marcado por el pecado, que se manifiesta en varias maneras de egoísmo y de injusticia. Quien sigue a Cristo camina en dirección contraria. De hecho también hoy, podemos presenciar en Chile la gran y organizada hostilidad y agresiones hacia la Iglesia, y en el mundo comunidades cristianas devastadas, por proclamar incansablemente los principios del Evangelio: la verdad sobre la persona y su dimensión religiosa y trascendente, la sacralidad de la vida desde su concepción hasta su muerte natural, la auténtica naturaleza e identidad de la sexualidad humana, la paz en la justicia para todos, el valor esencial del matrimonio fundado sobre un hombre y una mujer, la familia como base de la sociedad, el cuidado de la casa común, la equidad socioeconómica, el destino universal de los bienes, y el reencuentro fraternal del género humano. Según los criterios del mundo y de la agenda política autodenominada progresista, varios de estos valores serían barridos por el cambio cultural.
Pero la Iglesia tiene la experiencia milenaria que en los tiempos de dificultad, se debe creer que Jesús está delante de nosotros, y no cesa de acompañar a sus discípulos. La persecución no es una contradicción al Evangelio, sino que forma parte de él: si han perseguido a nuestro Maestro, ¿cómo podemos esperar que nos sea evitada la lucha?. Pero en medio del torbellino, el cristiano no debe perder la esperanza, pensando en haber sido abandonado. Jesús nos tranquiliza diciendo: «Hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados» (Mateo 10, 30). Como diciendo que ninguno de los sufrimientos del hombre, ni siquiera los más pequeños y escondidos, son invisibles ante los ojos de Dios. Dios ve, y seguramente protege; y donará su recompensa. Efectivamente, en medio de nosotros hay alguien que es más fuerte que el mal, más fuerte que las mafias, que los entramados oscuros, que quien se lucra sobre la piel de los desesperados, que el que aplasta a los demás con prepotencia, que cede a las prebendas del poder de este mundo, que el que pone fin a la vida de inocentes indefensos. Porque siempre hay Uno que escucha desde siempre la voz de la sangre de Abel que grita desde la tierra.
Esta fidelidad al estilo de Jesús —que es un estilo de esperanza— hasta la muerte, será llamada por los primeros cristianos con un nombre bellísimo: “martirio”, que significa “testimonio”. Los mártires no viven para sí, no combaten para afirmar las propias ideas, y aceptan tener que morir solo por fidelidad al Evangelio. Gracias a la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, podemos vislumbrar en el horizonte último de la historia que la causa de Dios ha vencido. El mal ha sido derrotado para siempre. En este contexto de positivismo existencial, renovamos nuestro compromiso cada día a favor de una verdadera liberación de hombres y mujeres, de tantas pasiones, engaños y manipulaciones, que no se condicen con la dignidad de su auténtica condición humana.