La Iglesia en Chile sufre por el gran dolor y vergüenza que han significado los casos de abusos ocurridos a menores de edad afirma el Papa. Dolor por el enorme daño y sufrimiento de las víctimas y sus familias, que han visto traicionada la confianza que habían puesto en los ministros de la Iglesia. Dolor por el sufrimiento de las comunidades eclesiales en donde tantos fieles animan la misión pastoral, y dolor también por tantos buenos sacerdotes, que además del desgaste por la entrega, han vivido el daño que provoca la sospecha y el cuestionamiento, que en algunos o muchos pudo haber introducido la duda, el miedo y la desconfianza. Por eso los pastores suplicamos a Dios, nos de la fortaleza de pedir perdón y la capacidad de aprender a escuchar lo que Él nos está diciendo con todos estos acontecimientos, y discernir con profunda humildad lo que sea mejor para la Iglesia y su misión evangelizadora.
Desde el primer caso que se hizo público, la Conferencia Episcopal ha venido haciendo grandes esfuerzos para enfrentar el problema: Elaboración de Líneas Guías, Protocolos de acción canónica y jurídica, atención y acogida a las víctimas, medidas respecto de los victimarios, Talleres y Capacitación en Prevención del Abuso para consagrados y miles de laicos, la publicación de buenas prácticas para hacer de nuestros espacios lugares sanos y seguros para los niños y jóvenes, creación de la comisión de Prevención con laicos expertos en todas las diócesis, nuevas exigencias en la selección y formación de los seminaristas., etc. Sin embargo, todo ello no ha sido suficiente en un porcentaje de casos, en que las víctimas y sus familias sienten que aún esperan plena justicia.
El reconocimiento sincero, dolorido y orante de nuestros límites, lejos de alejarnos de nuestro Señor nos permite volver a Jesús sabiendo que Él siempre puede, con su novedad, renovar nuestra vida y nuestra comunidad. Nos espera un largo camino, que nos exigirá una profunda conversión, que nos permita recomponer la comunión eclesial, reparar en lo posible el escándalo y restablecer la justicia.
Estamos invitados, dice el Papa Francisco, a no disimular o esconder nuestras llagas. Una Iglesia con llagas es capaz de comprender las llagas del mundo de hoy y hacerlas suyas, sufrirlas, acompañarlas y buscar sanarlas. Una Iglesia con llagas no se pone en el centro, no se cree perfecta, sino que pone allí al único que puede sanar las heridas y tiene nombre: Jesucristo.La conciencia de tener llagas nos libera, nos hacen solidarios, nos ayudan a derribar los muros que nos encierran, a tender puentes e ir a encontrarnos con tantos sedientos del mismo amor misericordioso que sólo Cristo nos puede brindar. El Pueblo de Dios no espera pastores perfectos, sino una Iglesia que lavada de su pecado, convertida y resucitada, no tenga miedo de salir a servir a una humanidad herida.
Por la dimensión del desafío, sabemos que ello no es posible sin una auténtica fe y profunda oración de todos cuantos se sienten Iglesia, y de quienes sin serlo, aprecian su misión en el mundo. Estamos en las manos de Dios.