Hambrientos de Dios
En esta fiesta de Corpus Christi, recuerda que Jesús en la última Cena, nos prepara un puesto aquí abajo, porque la Eucaristía es el corazón palpitante de la Iglesia, la genera y regenera, la reúne y le da fuerza. Pero la Eucaristía nos prepara también un puesto arriba, en la eternidad, porque es el Pan del cielo. Viene de allí, es la única materia en esta tierra que sabe realmente a eternidad. Es el pan que sacia nuestros deseos más grandes y alimenta nuestros sueños más hermosos. Es, en una palabra, la prenda de la vida eterna, no solo una promesa.
En la vida necesitamos alimentarnos continuamente, y no solo de comida, sino también de proyectos y afectos, deseos y esperanzas. Tenemos hambre de ser amados. Pero los elogios más agradables, los regalos más bonitos y las tecnologías más avanzadas no bastan, jamás nos sacian del todo. La Eucaristía es un alimento sencillo, como el pan, pero es el único que sacia, porque no hay amor más grande. Allí encontramos a Jesús realmente, compartimos su vida, sentimos su amor; allí puedes experimentar que su muerte y resurrección son para ti. Y cuando adoras a Jesús en la Eucaristía recibes de él al Espíritu Santo y encuentras paz y alegría. Escojamos este alimento de vida, pidamos la gracia de estar hambrientos de Dios, nunca saciados de recibir lo que él prepara para nosotros.
Cuántas personas carecen de un lugar digno para vivir y del alimento para comer. Todos conocemos a personas solas, que sufren y que están necesitadas: son sagrarios abandonados. Nosotros, que recibimos de Jesús comida y alojamiento, estamos aquí para preparar un lugar y un alimento a estos hermanos más débiles. Él se ha hecho pan partido para nosotros; nos pide que nos demos a los demás, que no vivamos más para nosotros mismos, sino el uno para el otro. Así se vive eucarísticamente: derramando en el mundo el amor que brota de la carne del Señor, derribando los muros de la indiferencia y del silencio cómplice, abriendo las vías de la justicia.
Así, el misterio de Cuerpo y la Sangre de Cristo se celebra en el templo, pero se lo vive y testimonia en medio de las complejas realidades cotidianas. Robustecidos por este alimento de vida, estamos llamados a ser también nosotros, un pan partido para quienes está hambrientos y sedientos de misericordia liberadora, de consuelo,de acogida, esperanza y dignidad. Se cumple así la promesa del Señor: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que come de este pan vivirá para siempre. El pan que daré es mi carne, y la daré para la vida del mundo…Si no coméis mi carne y no bebéis mi sangre, no tendréis vida en vosotros”. (Jn 6, 51, 53).