El Obispo de la Diócesis de Temuco, en su columna dominical del 11 de octubre, publicada en el Diario Austral de la ciudad de Temuco, se refiere a los acontecimientos en nuestro país.
Debido a los complejos sucesos del último año, buena parte de la ciudadanía se ha manifestado cansada de esperar políticas permanentes, que ayuden a erradicar la desigualdad y la pobreza, reconocer en su dignidad a los más marginados y vulnerables, desterrar la delincuencia, asegurar el pleno respeto de los derechos humanos, y construir una cultura de justicia y de paz.
A su vez, muchos compatriotas han venido sufriendo también la experiencia denigrante de variadas formas de violencia, en los más diversos ámbitos de nuestra convivencia familiar, social y política, en ocasiones con características extremas y destructivas, y en donde a diario, debemos lamentar incluso la gravísima y condenable pérdida de vidas humanas. Ello arriesga socavar profundamente la legalidad y la justicia, hiriendo a su vez el corazón de la dignidad de quienes las ejecutan. Todo este ambiente constituye otro profundo dolor infligido a nuestra convivencia, creando divisiones profundas, y heridas lacerantes, que requerirán tiempo para cicatrizar.
Nada podrá nunca justificar el desprecio por la vida y dignidad de otros, o agredirlos por el solo hecho de tener un pensamiento, raza, cultura, religión, identidad sexual o situación económica diferente, y menos ser utilizados como simples medios para deplorables fines. Gran parte de la sociedad, particularmente las víctimas de la violencia, experimentan una sensación de temor, abandono, desamparo y falta de Estado. Lamentablemente, nuestra Región no solo no ha escapado de esta tragedia irracional y sus dolores, sino que al atentar ahora contra las personas, la ha agudizado. Parte de esto tiene su origen en conflictos políticos, ideológicos, sociales y económicos de larga data, que tanto como sociedad en su conjunto, y la propia institucionalidad democrática que nos hemos dado, no han sido capaces de evaluar en su mérito, ni de resolverlos como se esperaba.
Nos asiste la convicción que solo la fraternidad genera paz social, porque crea un equilibrio entre libertad y justicia, entre responsabilidad personal y solidaridad, entre el bien de los individuos y el bien común. Y una comunidad política debe favorecer todo esto con trasparencia y responsabilidad. En cambio, a menudo, entre ciudadano e instituciones, se infiltran intereses de parte que deforman su relación, propiciando la creación de un clima perenne de conflicto.
El Evangelio nos recuerda que al mal se vence a fuerza de bien, porque una sociedad que solo se apoye en la razón de la fuerza, ha de calificarse inhumana. Por ello debemos testimoniar con nuestra vida, que las ideas no se imponen, sino que se proponen. La paz, fruto de la justicia, afirmó Juan Pablo II, es ante todo un don de lo Alto que debemos pedir con insistencia. Implica responder a la violencia ciega y al odio inhumano con el poder transformador del amor, y jamás dejarse desalentar por el mal.