Diócesis de Temuco

“Yo soy la resurrección y la vida” (Juan 11,25.)

Durante todo el año celebramos la fiesta de muchos santos famosos. Pero la Iglesia ha querido recordar que en el cielo hay innumerables santos que no cabrían en el calendario. Por eso, nos regala esta solemne fiesta de Todos los Santos que abarca a todos nuestros hermanos que ya están en el cielo. Multitudes de santos desconocidos por nosotros, pero amadísimos de Dios. Entre ellos familiares nuestros, amigos, vecinos.

La fiesta de Todos los Santos no es solo recordar sino también una llamada a que vivamos todos nuestra vocación a la santidad según nuestros propios estados de vida, de consagración y de servicio. El Concilio Vaticano II, en el capítulo V de su Constitución dogmática «Lumen Gentium» lleva por título «Universal vocación a la santidad en la Iglesia». Dios nos creó para que seamos santos. Según Benedicto XVI “El santo es aquel que está tan fascinado por la belleza de Dios y por su perfecta verdad que éstas lo irán progresivamente transformando. Por esta belleza y verdad está dispuesto a renunciar a todo, también a sí mismo. Le es suficiente el amor de Dios, que experimenta y transmite en el servicio humilde y desinteresado del prójimo».

La santidad es ante todo la condición por excelencia de Dios. El término “santo” se utiliza en sentido propio solamente cuando se aplica a Dios. Él es el único Santo. Con este término se indica la trascendencia absoluta, la alteridad radical de Dios, en relación a los hombres, la “separación” de la divinidad respecto al mundo humano (este es el sentido de la raíz hebrea qadosh, con la cual se indica la santidad en la Biblia). La santidad, por tanto, antes de ser una cualidad que se refiere al hombre, es ante todo una prerrogativa específica de Dios.

Sin embargo, la santidad divina no transforma a Dios en un ser desinteresado y lejano de la historia humana. El Dios Santo, “el Santo de Israel”, como lo llamaba el profeta Isaías, hace partícipe de su santidad a la creación, a las criaturas obra de sus manos, al hombre creado a su imagen y semejanza.

Llamarle “santos” a los cristianos no es una simple fórmula teológica, sino un concepto que expresa una realidad objetiva y que se refiere a todo “el pueblo de Dios” como pueblo santo. Los santos, por tanto, no deberían ser la excepción sino la norma de la vida cristiana. Los santos son la demostración de la posibilidad del cristianismo, posibilidad ofrecida a todos, porque todos debemos “ser perfectos como es perfecto el Padre que está en los cielos”.

El camino ideal para alcanzar la santidad es la aceptación radical del espíritu de las Bienaventuranzas. La celebración de hoy podría ser la ocasión para examinar nuestra religiosidad a partir de este texto fundamental del cristianismo, que no solamente contiene los valores fundamentales que deben estar presentes siempre en una conducta evangélica, sino que es sobre todo el gran kerygma, la gran proclamación de Jesús que llama a los hombres a la felicidad, su gran anuncio de gracia y de salvación. Dios se acerca al hombre para comunicarle su reino, su plenitud, su vida, su santidad. La santidad, al fin de cuentas, más que fruto del esfuerzo humano, es un don que hay que recibir agradecidos y pedir cada día humildemente en la oración. Todos podemos ser santos siguiendo a Jesucristo.

Columna de Monseñor Héctor Vargas Bastidas, publicada en el Diario Austral de la ciudad de Temuco, el domingo 31 de octubre 2021.