Escribe: Mons. Jorge Concha Cayuqueo, OFM, obispo Diócesis San José de Temuco
La Fiesta de Todos los Santos nos recuerdan la profunda conexión de cada uno con el Creador, que nada ni nadie la podrá arrebatar, a no ser que alguien quiera, deliberadamente y con pleno conocimiento, entregar su alma al que lo quiere arruinar para siempre. El ser humano es llamado a la santidad, a ser santo, porque Dios es Santo, quien lo creó, hombre y mujer, a su imagen y semejanza. Es lo que recuerda Pedro en su Primera Carta: «Sean santos, porque yo soy santo» (1 Pe 1, 16), que, a su vez, lo toma del libro del Levítico 19, 2: «sean santos, porque yo, el Señor su Dios, soy santo». Es Dios, el Creador, quien atrae hacia sí a sus hijos, por la atracción que Él mismo suscita desde el ser a cada uno, principalmente por el amor, la belleza y el bien donde es potente su impronta. Es llamado divino que el ser humano, con toda propiedad, lo experimenta como propio, porque Dios lo hace partícipe. Dios es amor y el ser humano tiene la sensibilidad suficiente para experimentar y sentir el amor. La santidad es un llamado al amor, y quien vive en el amor, está cerca de Dios, porque Él es amor y la plenitud de la santidad. Pero Él es quien elige: San Pablo dice que Dios «nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor» (Ef 1, 4).
Nuestros Santos son hermanos y hermanas en quienes la Iglesia reconoce que han vivido esa vocación al amor, a la santidad, viviendo las Bienaventuranzas (cfr. Mateo 5, 1 – 12). Por eso y porque, con sus limitaciones y sus luchas por vivir las virtudes, sobre todo la virtud primordial, es decir, el amor, son ejemplo aterrizado y cercano para todos nosotros. Son varios miles los santos declarados oficialmente por la Iglesia, pero son muchísimos, millones y millones, quienes han vivido y viven en nuestros días las bienaventuranzas, que son inspirados y movidos por la justicia y el amor en su vida cotidiana. Y su vida, sus acciones y su ejemplo hacen presente y reflejan la misericordia, la belleza, el amor de Dios. Los santos declarados oficialmente por la Iglesia, y los muchísimos que en el mundo son sal y luz, como lo pide Jesús en el Evangelio (cfr. Mt 5, 13 – 16), hacen presente el amor y la santidad de Dios Uno y Trino. Cada uno de ellos fue ejemplo en su vida, todos se distinguieron por vivir en el amor. Su vínculo con Dios, como el de las ramas y la vid (cfr. Juan 15, 5 – 8), y su vínculo con las personas, expresando empatía, compasión, solidaridad y servicio, a ejemplo y como lo enseña Jesús en la narración del samaritano (cfr. Lucas 10, 25 – 37) continúan; por eso creemos en la comunión de los santos, porque el amor de Dios es eterno, y llega a todo aquel que se dispone a recibirlo por medio de Jesucristo y también a través de sus servidores.