En su primera Encíclica el Papa Francisco señaló que la luz de la fe, precisamente por su conexión con el amor, se pone al servicio de la justicia, del derecho y de la paz. En efecto, la fe es un bien común y como tal no sólo luce dentro de los templos ni sirve únicamente para construir una ciudad eterna en el más allá; sino que nos ayuda a edificar nuestras sociedades para que avancen hacia el futuro en comunión y con esperanza (cf. LF 51). La fe de los cristianos, en particular, tiene como consecuencia necesaria la fraternidad, siendo una contribución para la sociedad y un don al servicio del bien común, que nos compromete vivamente a ser protagonistas de nuestro tiempo. Por ello, para nuestros pueblos, la fe en Dios no sólo es un dato sociológico o un aporte más para el tejido social; ella posibilita la fraternidad, cultiva el perdón, desarrolla la misericordia y permite que la reconciliación no sea una quimera. La fe, al mismo tiempo, es naturalmente una experiencia relacional, un aporte insustituible al bien común que nos compromete a todos como hermanos. Como señala el mismo Papa, “las manos de la fe se alzan al cielo, pero a la vez edifican, en la caridad, una ciudad construida sobre relaciones que tienen como fundamento el amor de Dios” (LF 51).
Por ello, quisiéramos ofrecer una vez más el aporte original de la fe cristiana a la cultura chilena. Queremos respetuosamente volver a proponer y a jugarnos por él como nuestra contribución a la construcción permanente de la patria. La matriz de la cultura original del pueblo chileno es la fe cristiana. Hay en esta fe, basada en la Biblia, elementos fundamentales que nos deben guiar y pueden iluminar el caminar de la nación chilena. “La piedra fundamental de nuestra construcción –decían los obispos de Chile en el documento “Camino al Bicentenario”- es poner a Dios en el primer lugar de nuestra vida y de nuestros proyectos. Por eso creemos que la calidad de vida es mucho más que el simple progreso material. En efecto, el progreso material, siendo importante, no constituye de por sí el único indicador de desarrollo ni es la única meta del trabajo y de la preocupación social. El progreso material es un medio necesario que debe ser puesto al servicio de la dimensión superior y espiritual del hombre y la mujer. De lo contrario, el mismo progreso, despojado de todo valor ético y trascendente, más temprano que tarde, se vuelve destructor y contra ellos mismos. Entonces, a la hora de seguir construyendo Chile, no tengamos miedo de Jesucristo y su Evangelio. En El sólo encontraremos el gozo de una humanidad redimida en el amor.
Columna publicada el domingo 9 de marzo 2014, en el Diario Austral de Temuco.