Diócesis de Temuco

El alma de la sociedad y su sanación

La pandemia sigue causando dolor y sufrimiento en toda la humanidad, sembrando muerte y un sinnúmero de enfermos. Además, muchas personas y familias viven un tiempo de incertidumbre por los problemas socioeconómicos que ha producido, y que golpean sobre todo a los más pobres. Sin embargo, el coronavirus no es la única enfermedad que hay que combatir, sino que la pandemia ha sacado a la luz patologías sociales más amplias. Una de estas es la visión de la persona, una mirada que ignora su dignidad, despreciándola, y su carácter relacional. Este tipo de mirada ciega  fomenta una cultura discriminatoria,  individualista y violenta.

Dios en cambio, nos ha donado una dignidad única, invitándonos a vivir en comunión con Él y los demás. Esta armonía nos pide mirar a los otros en sus necesidades, problemas y estar en comunión. Por ello queremos reconocer la dignidad humana en cada persona, cualquiera que sea su raza, lengua o condición. Es el fundamento de toda la vida social y determina los principios operativos. De lo contrario, solo podemos esperar destrucción.

De esta manera, seremos capaces de transformar las raíces de nuestras enfermedades físicas, espirituales y sociales, sanando en profundidad las estructuras injustas y sus prácticas destructivas que nos separan los unos de los otros, amenazando la familia humana y nuestro planeta. La acción sanadora de Cristo es una respuesta directa a la fe de esas personas, a la esperanza que depositan en Él, al amor que demuestran tener los unos por los otros. Y por tanto Jesús sana, pero integralmente,  física, espiritual y socialmente. Les renueva la vida entera, salvándolos de su aislamiento  reintegrándolos en la comunidad, como al paralítico de Cafarnaum.

En la cultura moderna, la referencia más cercana al principio de la dignidad inalienable de la persona es la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, que San Juan Pablo II definió «piedra miliar puesta en el largo y difícil camino del género humano», y como «una de las más altas expresiones de la conciencia humana». Los derechos no son solo individuales, sino también sociales; son de los pueblos, de las naciones. Esta renovada conciencia de la dignidad de todo ser humano tiene serias implicaciones sociales, económicas y políticas. Así el creyente, contemplando al prójimo como un hermano y no como un extraño, lo mira con compasión y empatía, no con desprecio o enemistad. Y contemplando el mundo a la luz de la fe, se esfuerza por desarrollar, con la ayuda de la gracia divina, su creatividad y su entusiasmo para resolver los dramas de la historia.