La Carta de Santiago, capítulo 2, 14-18, que se lee en la liturgia de este domingo, nos advierte acerca del sentido que tiene el Plan de Dios al hacernos conscientes de nuestra humanidad, al mismo tiempo que nos invita a vivirlo en plenitud, colocando como expresión de nuestra fe las obras, pequeñas y grandes obras, en favor de nuestros hermanos. La reflexión de la Palabra nos hace comprender, que las obras de fe, con las responsabilidades que derivan de ella, también son aquellas en favor de los seres vivientes que habitan en el entorno, porque de ello depende el equilibrio de la Creación, nuestra Casa Común. Y todo tiene el horizonte de la Salvación.
En esta época, día a día, se multiplican los avances tecnológicos que parecieran ser la solución para muchos problemas humanos y una contribución para el bienestar de todos; pareciera que casi todo ya está controlado, pero ello no es más que un espejismo, porque al mismo tiempo las noticias nos muestran otra realidad: en el mundo hay millones de rostros sufrientes, empobrecidos, deambulando sin paz, niños y niñas maltratados, mujeres y hombres violentados, todos “descartados”, clamando por atención para ser reconocidos, valorados y salvar sus vidas. Esto nos está diciendo que se necesita urgente e imperiosamente de muchas buenas obras, para lograr la superación de tantos desequilibrios sociales. Las desigualdades que están a la base no son casuales, no son otra cosa que el resultado de la disociación entre la fe y las obras; fe en Dios, en el caso de los creyentes, y en nuestra humanidad, porque el Plan de Dios fue concebido para todos. Pero con mucha frecuencia y abrumadora fuerza se impone el poder antes que la solidaridad, el egoísmo por sobre la generosidad, la cultura del individualismo por sobre los intereses colectivos.
Tampoco hay que entender las obras de la fe sólo como expresión de caridad, si somos cristianos o nos sentimos hijos de Dios. Somos llamados a entender las obras posibles de realizar en el día a día, en nuestro quehacer cotidiano, en el trabajo o funciones de servicio a la sociedad cualquiera sea nuestra responsabilidad, para responder a las necesidades del otro, muchas veces sin que se dé cuenta, porque requiere de nuestras obras para su bienestar.
Esta lección de vida, que nos recuerda Santiago, no es un relato para el pasado: es un desafío que en estos tiempos de cambios, a ratos grises y convulsionados, se mantiene muy vigente, con el que siempre podemos renovar la esperanza en nuestros hermanos y hermanas a través de las obras, expresión viva de nuestra fe.
La generosidad no es otra cosa que la fe expresada en obras. No nos acostumbremos a las palabras vacías, ni disociemos la fe de las obras; no hay mejor ejemplo que el de Jesús, quién pasó haciendo el bien, cotidianamente, sanando a enfermos, multiplicando panes y peces para compartir con multitudes, calmando la tempestad cuando las esperanzas se agotaban.
Sigamos a Jesús y su Evangelio, Él nos invita a unir la fe con las obras para llevar una vida con más sentido y alcanzar la plenitud según su Plan de Salvación: «¿de qué le sirve a uno ganar el mundo entero si pierde su vida?» (Mt 16, 26).
+ Jorge Concha Cayuqueo, obispo Diócesis San José de Temuco