Diócesis de Temuco

 

En su columna dominical del 17 de mayo, el obispo de Temuco, Monseñor Héctor Vargas Bastidas, ahonda en el valor de la hermandad en estos días.

 

Estamos experimentando días de gran preocupación, en que la fragilidad humana y la vulnerabilidad de la presunta seguridad en la ciencia, la técnica y la economía se ven socavadas en todo el mundo por el Coronavirus. Ante estas graves situaciones y sus consecuencias en la vida diaria, éste es un buen momento para comprender el valor de la hermandad, que nos vincula entre sí de una manera indisoluble; un tiempo en el que en el horizonte de la fe, el valor de la solidaridad, que fluye del amor que se sacrifica por los demás, «nos ayuda a ver al «otro «: persona, pueblo o nación – no como un instrumento, sino como nuestro «prójimo», o una «ayuda», para compartir el banquete de la vida, al que todos los hombres son igualmente invitados por Dios. 

El valor de la solidaridad también necesita ser encarnado. Pensamos en el vecino, el colega de la oficina, el amigo y compañero, la familia, pero sobre todo en el personal sanitario, transporte, servicios esenciales, orden y seguridad, asistencia religiosa, que corren el riesgo de contaminación e infección. Estos hermanos para quienes somos su “prójimo”, y por ello viven y nos muestran hasta el sacrificio, el significado del misterio de la Pascua: donación y servicio. Todos los afectados, hoy son la expresión de Cristo que sufre, y de la misma manera que sucedió en la parábola del buen samaritano, necesitan gestos concretos de proximidad de la humanidad. 

Sin embargo vemos algo incomprensible, fruto quizás de la cultura individualista y relativista, superficial, como la extrema gravedad del nivel de incumplimiento de no pocos, de las urgentes medidas de seguridad y confinamiento; Indiferencia hacia los demás, cuya vida o muerte, no nos interesa o de la cual no nos sentimos responsables. De ahí quizás la inconsciencia que puedo enfermar a otros o a los míos. La estigmatización de los afectados, olvidando que la enfermedad no conoce límites de clase social, nacionalidad, ni color de piel; en cambio, habla el mismo idioma. O la reprobable politización, siendo que el virus no es ideología, ni de gobierno u oposición, o cierta farandulización morbosa de la angustia y dolor para subir la audiencia.

Estamos llamados a cultivar la «Sabiduría del corazón», que es una actitud infundida por el Espíritu Santo en aquellos que saben cómo abrirse al sufrimiento de sus hermanos y reconocer en ellos la imagen de Dios. El esfuerzo realizado para contener la propagación del Coronavirus va acompañado del compromiso de cada uno de nosotros, fieles por un mayor bien: la reconquista de la vida, la derrota del miedo, el triunfo de la esperanza.