Escribe: mons. Jorge Concha Cayuqueo, obispo Diócesis San José de Temuco
Ya en medio de la Cuaresma, el Evangelio de este domingo, nos pone frente a un texto magistral de la enseñanza de Jesús, conocido como la Parábola del hijo pródigo (Lc 15, 11-32), y que, sin embargo, expresa con belleza, fuerza y claridad el amor, la ternura, la misericordia de Dios Padre por el hijo que se aleja y que, arrepentido, decide volver a su lado (cfr. Lc 15, 18-20). Por eso, es más bien la parábola del Padre, que nunca deja de ser padre, que siempre ama, y por eso siempre espera.
El padre de la parábola es Dios Padre y los dos hijos representan a todos los hijos entre los cuales hay algunos que se alejan y otros que permanecen junto a Él cumpliendo sus mandamientos. Es una historia dirigida por Jesús a los fariseos y escribas, que le reprochaban que acogiera y se juntara con publicanos y pecadores (cfr. Lc 15, 2).
Con esta historia Jesús les hace ver que, aunque ellos se consideran los auténticos representantes de Dios frente al pueblo, en realidad no lo conocen. Les recuerda que Dios Padre nunca deja de amar a sus hijos, que no los olvida y que está siempre esperando su regreso: «Cuando aún estaba lejos, su padre lo vio, y, profundamente conmovido, salió corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo cubrió de besos» (Lc 15, 20).
Les demuestra que la actitud del Padre, partiendo de un corazón que ama, muchas veces va más allá de los paradigmas en los que se sienten seguros y por eso se incomodan y se escandalizan.
El hijo mayor, que siempre ha estado en la casa paterna, cumpliendo con todo, y que ha disfrutado de sus bienes como si fueran propios, es incapaz de alegrarse al ver a su hermano vivo y de regreso. Ha estado siempre con el padre, ha gozado de sus bienes, pero no ha alcanzado a conocer su corazón lleno de amor ni se ha familiarizarse con él. Por eso no lo entiende y tampoco es capaz de alegrarse con el regreso de su hermano. No tiene los sentimientos como para hacer fiesta por el hermano perdido, que estaba prácticamente muerto y que ha vuelto a la vida; por el contrario, el amor del padre por su hermano, lo vuelve ensimismado y triste (cfr. Lc 15, 28). Quiere que su padre sea un juez inmisericorde antes que padre. En el fondo, no ha sido ni tan hijo ni tan hermano.
Así responde Jesús a los escribas y fariseos que le preguntan por qué come con publicanos y pecadores, por lo cual se escandalizan: Dios está siempre esperando que el hijo o la hija que se aleja, vuelva; Dios es un Padre que siempre da oportunidades y desde lejos sabe reconocer el rumbo que los trae de vuelta, y por eso se alegra y hace fiesta.
Este es el Dios en quien creemos y esperamos. Somos enviados por Cristo para la reconciliación con Dios (cfr. 2Cor 5, 20); para eso Él vino al mundo y ahora queda el encargo a nosotros: invitar a la reconciliación con Dios, con los hermanos y con la creación.