Escribe: Mons. Jorge Concha Cayuqueo, OFM, obispo Diócesis San José de Temuco.
La violencia, desde hace ya tiempo, debería ser enfrentada como una emergencia nacional, de lo contrario, sigue instalándose, causando estragos, irreparables, en el bien superior que es la vida, en la convivencia y en los bienes que ayudan a la vida.
Son muchos los hechos que hablan por sí solos, son muchos los gritos de los afectados; y son muchas las voces que los analizan extensamente. Los largos análisis y las explicaciones, sin desconocer su valor, tienen el riesgo de ayudar a conformar, domesticar, “anestesiar” la opinión pública. Además, que a veces, rayan en lo morboso.
Esto hace mal a la democracia y a sus instituciones más representativas. Terminan incubando, y pienso que ya está bastante instalado, un distanciamiento grande y muy peligroso entre ciudadanía y las instituciones de la democracia, porque se ve incapacidad para enfrentar este muy grave problema de nuestra sociedad y se miran otros modelos propios o foráneos que, de partida, aunque parezcan efectivos, obedecen a otros contextos. Además, la historia enseña, y es una idea muy compartida, que el oportunismo populista, aunque en el fondo no se comparta, a veces termina por imponerse. Pero la desconfianza, la percepción de desamparo y abandono, puede llegar a la indignación y puede dar luz verde a propuestas indeseadas.
Es evidente que la situación, que al parecer crece y se expande, quizás con cuantas ramificaciones, afecta grave y directamente a las personas, sus bienes y los bienes comunes; afecta la convivencia, se generaliza injustamente respecto de los extranjeros; malogra las expectativas del potencial que tiene el país y la región, pensemos sólo en el turismo; afecta la calidad de vida de las personas, de las familias, de las comunidades; afecta la salud mental de las personas, porque no les permite disfrutar de los bienes de cada uno; afecta el desarrollo, porque el miedo impide la agilidad y la asunción de riesgos, sube el costo de la seguridad; afecta la inversión y con ello la oferta de trabajo; afecta el desarrollo en su conjunto y la calidad de vida en general.
Hay un gran reclamo, un verdadero clamor, por control sobre armas, organización delictual, en definitiva, por la supremacía de la justicia. ¿Será posible enfrentar “a la chilena” este grave problema de nuestra sociedad, con realismo, en este cuarto del siglo XXI? Seamos optimistas: hay recursos, hay talento, pero para eso nuestros dirigentes deben encontrarse y trabajar unidos, superando prejuicios y complejos; son un obstáculo los verdaderos fanatismos ideológicos.
Todo indica que hasta el momento el Estado está fallando, o dicho de otra manera, no está a la altura; le ha faltado inteligencia. En un contexto tal se fortalece una “cultura” de la violencia, si se le puede llamar así, en muchos ámbitos de la convivencia social, y no debemos extrañarnos que se superpongan muchas formas de violencia. No más simple descripción de los hechos de violencia: urge enfrentarlos decididamente con mejores herramientas, propias de nuestro sistema democrático.
El Evangelio dice que «Jesús vio un gran gentío, sintió compasión de ellos, pues eran como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas» (Mc 6, 4). Jesús es el Buen Pastor que nos ama, es cercano, viene en nuestra ayuda y con su enseñanza sostiene nuestra vida y nuestra esperanza.