En su columna dominical publicada en el Diario Austral de la capital Regional de La Araucanía, el Obispo diocesano aborda el último proceso cívico con la mirada en este proceso democrático que buscan construir el bien común.
La realización misma del plebiscito, en cuanto acto cívico, de masiva participación, respetuoso y con un serio compromiso y participación de las distintas generaciones, y en modo particular de los más jóvenes, resultó una experiencia de comunión ciudadana y que sorprendió por el comportamiento considerado ejemplar. Quizás porque veníamos de un clima sociopolítico muy exacerbado, donde no siempre los contenidos, imágenes y mensajes eran un llamado al reencuentro, al diálogo, a la fraternidad y a buscar juntos caminos de futuro y propuestas que nos permitan construir el bien común en favor de todas y todos, asumiendo como un valor la riqueza de nuestra diversidad. Desde diferentes sectores parecía buscarse instalar la desconfianza, el temor, el resentimiento y la radicalización.
De hecho, la Comisión de ética de la Cámara ha debido llamar a los suyos a evitar declaraciones que no aportan al diálogo o al sano debate, usando burlas, sarcasmos e ironías; cuidar especialmente los mensajes confusos o que den pie a malos entendidos; chequear las fuentes fidedignas de las noticias que se difundan y así evitar propagar noticias falsas, etc, “porque son numerosos los casos planteados ante esta comisión que podrían implicar un conflicto de los deberes éticos parlamentarios”
Frente a ello, la población junto con manifestar su cansancio con cierta práxis política (rechazó una constituyente mixta) manifestó pacíficamente y con meridiana claridad que desea otro Chile, transformaciones de fondo que se hagan cargo de los grandes anhelos de la inmensa mayoría. Que si bien esos cambios deben hacerse por la vía institucional y democrática, exige también tener nuevos y mayores espacios de liderazgo y participación, en la construcción de un país justo y bueno para todos, y que en ello se juega la paz.
Existe un malestar compartido sobre una política que pareciera alimentarse a sí misma, en donde suelen primar intereses que están lejos de los más sentidos y urgentes de la población, especialmente los más pobres y vulnerables, en donde lejos de buscar juntos el bien común de la sociedad desde una política de Estado, se busca la descalificación del otro por el solo hecho de pensar diferente o pertenecer a un determinado sector, o porque se lleve el mérito de una buena ley. En estas luchas de poder pierde la buena política y la entera población. A esto se añaden las estrategias que buscan debilitarla, como reemplazarla por la economía o dominarla con alguna ideología. Pero ¿puede funcionar el mundo sin política? ¿Puede haber un camino eficaz hacia la fraternidad y la paz social sin una buena política?
Al contrario, afirma Francisco, “necesitamos una sana política, capaz de reformar las instituciones, coordinarlas y dotarlas de mejores prácticas, que permitan superar presiones e inercias viciosas. Ante tantas formas mezquinas e inmediatistas de política, recuerdo que la grandeza política se muestra cuando, en momentos difíciles, se obra por grandes principios y pensando en el bien común a largo plazo. Sólo una sana política podría liderarlo, convocando a los más diversos sectores y a los saberes más variados. De esa manera, cualquier propuesta integrada en un proyecto político, social, cultural y popular que busque el bien común puede abrir camino a oportunidades diferentes, que no implican detener la creatividad humana y su sueño de progreso, sino orientar esa energía con cauces nuevos.”