Monseñor Héctor Vargas, en su columna dominical publicada en el Diario Austral de Temuco, el 4 de octubre, ahonda en el racismo y su problemática que aún persiste en la sociedad, todo ello con las consecuencias al no asumir un real compromiso y convicción acerca de este grave fenómeno.
La lucha contra el racismo parece ser ahora un imperativo ampliamente radicado en las conciencias humanas. La Convención de la ONU ya en 1965 proclama: «Toda doctrina de superioridad fundada sobre la diferenciación entre las razas, es científicamente falsa, moralmente condenable y socialmente injusta y peligrosa». La doctrina de la Iglesia, bajo la consiga “todo ser humano, es mi hermano», afirma que toda doctrina racista es contraria a la fe y al amor cristianos.
No obstante, en contradicción con esta conciencia más madura de la dignidad humana, el racismo todavía existe, y resurge incluso bajo nuevas formas. Es como una llaga que sigue misteriosamente abierta en el flanco de la humanidad. Es preciso señalar a su vez, que existen diversos grados y tipos de racismo, que se expresan en muchas otras formas de exclusión y de rechazo, cuya motivación explícita no es la raza, pero con efectos análogos. Por ello debemos oponernos firmemente a todas las formas de discriminación, porque si bien el rechazo de tipo racista existe en todos los continentes, muchos practican en los hechos la discriminación que aborrecen en las leyes. El respeto por toda persona y raza, es el respeto por los derechos fundamentales, la dignidad y la igualdad básica. No se trata ciertamente de ignorar las diferencias culturales, sino de educar a apreciar de manera positiva, la diversidad complementaria entre los pueblos. Un pluralismo bien entendido resuelve el problema del racismo inhumano.
La aplicación de medidas legislativas, disciplinares y administrativas contra lo uno y lo otro, sin excluir las adecuadas presiones exteriores, puede ser oportuna. Los países y las organizaciones internacionales disponen, en orden a ello, de todo un ámbito de iniciativas por tomar o suscitar. Y es igualmente responsabilidad de los ciudadanos afectados, sin que por eso se deba llegar a reemplazar, mediante la violencia, una situación injusta por otra. Hay que procurar siempre soluciones constructivas. Sin embargo, no será suficiente si en cada uno de nosotros no hay real compromiso y convicción acerca de este grave fenómeno.
En consecuencia, no podemos dejar de preguntarnos: ¿Hay en cada uno de nosotros algún sentimiento, por mínimo que sea, de desconfianza o menosprecio hacia otra persona por causa de su raza, cultura, religiosidad, nacionalidad, o clase social? ¿Tratamos con respeto a nuestros hijos, cónyuges o parejas? ¿O hay muestras de superioridad, intolerancia, falta de respeto y menosprecio en el trato intrafamiliar?
Actitudes como estas están enraizadas en nosotros, hasta inconscientemente, a causa de los contextos culturales y familiares en que hemos crecido. Si somos capaces desde una auténtica educación, atacar sistemática y consistentemente el problema del racismo en los diversos ámbitos de nuestra vida personal, familiar y social, sin duda habremos impactado notablemente la cultura de la próxima generación, y este cáncer habrá sido tratado de manera integral y prolongada.