En los últimos siglos, en forma cada vez más acelerada, el mundo ha progresado en modo sideral en ciencia, tecnología, economía, política y cultura. Cada día nos asombramos de las cosas nuevas, fruto de la inteligencia, voluntad e inagotable inventiva del ser humano. Se busca así mejorar nuestra condición y calidad de vida, un mundo más justo y bueno para todos.
Paradojalmente, sin embargo, constatamos las graves consecuencias del cambio climático, y el preocupante aumento del maltrato y destrucción de los eco sistemas del planeta; la multiplicidad de formas de violencia y delincuencia que atentan contra personas, familias y sociedades; la “cultura del descarte y la eficiencia” que busca fórmulas sofisticadas de atentar contra la vida de los más débiles e indefensos: niños por nacer, enfermos y ancianos;determinadas formas de economía que auspiciadas por poderosas naciones y sus intereses propios, ponen en jaque a la inmensa mayoría de las naciones que luchan por surgir, castigando como siempre a las más pequeñas y pobres;corrientes ideológicas que caracterizadas por la intolerancia engendran una peligrosa animosidad,que agrede a otros por razones de creencias religiosas, raza, cultura, principios morales, condición social, o simplemente por pensar distinto, etc.
Entonces debemos preguntarnos por la calidad humana de nuestro progreso y desarrollo. Porque si bien es cierto que nuestra capacidad intelectual y de conocimiento ha crecido, no lo ha hecho en el mismo grado nuestra grandeza como persona, ni nuestra potencia moral y humana. A través de las grandes tribulaciones de la época que vivimos, reconocemos cada vez más que debemos encontrar de nuevo un equilibrio interior. Hay un gran vacío espiritual que al parecer es urgente enfrentar. El tema quizás, es que no obstante las enormes transformaciones históricas del progreso, el ser humano sigue siendo el mismo. Pasan los siglos, y las limitaciones, debilidades, tentaciones, pecados propios de nuestra frágil condición humana, porfiadamente continúan presente en nosotros. Pero también, la inmensa necesidad de amar y ser amados. Esto no ha cambiado.
Lo último,exige ubicar en el centro de todo a la persona y su dignidad, salir de nosotros mismos para ir al encuentro del otro. Vencer el propio egoísmo que se ubica en lo más profundo de nuestra naturaleza humana herida por el mal, y ponerse al servicio del bien de los demás. “Porque no es la ciencia la que redimirá a la persona, solo el amor”, afirmó el Papa Benedicto. Ese es el centro del mensaje cristiano, clave a la hora de discernir un auténtico desarrollo integral.