Escribe: Monseñor Jorge Concha Cayuqueo, obispo Diócesis San José de Temuco
San Pedro y San Pablo, elegidos por Cristo mismo, se erigen como columnas fundamentales de la Iglesia. Pedro, un humilde pescador, y Pablo, un fariseo de Tarso, ambos de origen sencillo, fueron llamados a ser testigos de la Gloria de Dios.
Pedro, pescador de Galilea, hombre de trabajo, rudo, conocido por su carácter apasionado y su profunda fe, fue el primero que en nombre de sus compañeros reconoció a Jesús como el Mesías: «Tú eres el Cristo, el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16) y el Señor confirmó su acertada declaración: «Yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia» (Mt. 16, 18). Aun así, en los momentos más dramáticos de la vida del Maestro llegó a negarlo, diciendo: «no lo conozco», pero Jesús, conociéndolo en lo profundo de su corazón, reconoció su fragilidad y su arrepentimiento y lo puso al frente de su Iglesia. Hacia el final, le pidió insistentemente que no dejara de amarlo (cfr. Jn 21, 15 – 17) y Pedro le cumplió a cabalidad: murió crucificado, en Roma por orden de Nerón, por su amor y fe a Cristo Jesús, su Dios y Señor.
Pablo, por otro lado, es un ejemplo de conversión y pasión. Originalmente un perseguidor de los cristianos, tuvo un encuentro revelador con Cristo en el camino a Damasco que cambió su vida para siempre. Desde ese momento, dedicó su vida a predicar el Evangelio a todos los pueblos. Su labor misionera, sus cartas llenas de sabiduría y su incansable trabajo para establecer comunidades cristianas, lo consagraron como un pilar de la Iglesia. Su unión con Cristo era tal que llega a declarar: «estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gál 2, 20). Sabiendo que pronto llegaría su fin, dijo: «He combatido el buen combate, he concluido mi carrera, he conservado la fe. Sólo me queda recibir la corona de la salvación, que aquel día me dará el Señor, juez justo, y no sólo a mí, sino también a todos los que esperan con amor su venida gloriosa» (2 Tim 4, 7-8). Los datos más fidedignos dicen que fue decapitado en Roma, también por orden de Nerón, por su fe a Cristo.
Estos dos hombres, humildes, pero llenos de fe, se mantuvieron fieles a Dios, enfrentando persecuciones y sufrimientos. Su valentía, su compromiso con la verdad, y sobre todo la gracia de Dios, los hicieron mártires, sellando con su sangre su testimonio de amor a Cristo.
En estos días, muchos fieles se acercan a estos dos grandes santos: los pescadores se vuelven con renovado fervor hacia San Pedro, pidiendo su ayuda, su intercesión para enfrentar los tantos desafíos del trabajo en las aguas de mares, lagos y ríos, y también para enfrentar las verdaderas tormentas que a veces se dan en la vida. San Pedro y San Pablo nos enseñan a confiar en Dios, en los diversos momentos de la vida personal y de la vida en comunidad. Al igual que a Pedro, Dios nos pide que lo amemos, que no dejemos de amarlo, que permanezcamos en su amor y en el amor a los demás. Que el ejemplo de estos dos grandes hombres, discípulos, apóstoles, misioneros anime e inspire el compromiso de vida y de fe de cada uno, y de las comunidades a las cuales pertenecemos, en favor de la vida, del amor y de la paz.