En el Evangelio de Juan Jesús dice dos veces: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo” y agrega: «Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que Yo le daré, es mi carne por la vida del mundo» (Jn 6,51). No se trata del maná que, por intercesión de Moisés, Dios hizo llover del cielo; como dice el mismo Jesús: «El pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo», es decir, Él mismo; y más claramente: «Yo soy el pan de vida» (Jn 6, 35). Quienes lo escuchan hablar de estas cosas «murmuraban»: «¿No es éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: «He bajado del cielo»?» (Jn 6, 42). No lo entendieron, no lo aceptaron, lo rechazaron hasta darle muerte en la Cruz. Su vida entregada en la cruz es por la entera vida del creyente y por la vida del mundo entero.
Para la Iglesia, el sacrificio de Cristo encuentra toda su expresión en la Eucaristía, por esto cree y enseña que ella «es fuente y cima de toda la vida cristiana… (porque) contiene, en efecto, todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua» (Catecismo N. 1324). Es Él quien se ofreció como víctima agradable al Padre y es Él quien sigue ofreciéndose con su Iglesia, según su mandato, «Hagan esto en memoria mía». Este sacramento de la comunidad es alimento de vida no sólo porque su pueblo necesita nutrirse mientras peregrina, es porque, como él lo dice, «separados de mí nada pueden hacer» (Jn 15,5), y porque «nadie va al Padre, sino por mí» (Jn 14,6).
San Alberto Hurtado dijo a mediados del siglo XX que «el sacrificio eucarístico es la renovación del sacrificio de la cruz. Como en la cruz todos estábamos incorporados en Cristo; de igual manera en el sacrificio eucarístico, todos somos inmolados en Cristo y con Cristo. De dos maneras puede hacerse esta actualización. La primera es ofrecer, como nuestra, al Padre celestial, la inmolación de Jesucristo, por lo mismo que también es nuestra inmolación. La segunda manera, más práctica, consiste en aportar al sacrificio eucarístico nuestras propias inmolaciones personales, ofreciendo nuestros trabajos y dificultades, sacrificando nuestras malas inclinaciones, crucificando con Cristo nuestro hombre viejo. Con esto, al participar personalmente en el estado de víctima de Jesucristo, nos transformamos en la Víctima divina”
En la Eucaristía Cristo mismo es «nuestra Pascua», no como la de los judíos que tenían un cordero. Él es el «pan de vida eterna». Dice Jesús: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida». Y «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y Yo le resucitaré en el último día… ». San Alberto Hurtado, dice: «Las palabras de Jesús son claras: ꞌEste es mi Cuerpo, esta es mi Sangreꞌ y la Iglesia las entiende al pie de la letra y no como puros símbolos. Con toda nuestra mente, con todas nuestras fuerzas, los católicos creemos, que ꞌel cuerpo, la sangre y la divinidad del Verbo Encarnadoꞌ es tan real y verdaderamente presente en el altar en virtud de la omnipotencia de Dios”.
La comunión con Él, con el Hijo de Dios Encarnado, que sigue entregándose por todos en la Eucaristía, ahora resucitado y glorioso, sustenta nuestra vida, nos ayuda a acoger su enseñanza y a seguir su camino, siendo signos de esperanza en nuestro tiempo.
Mons. Jorge Concha Cayuqueo, OFM, obispo Diócesis San José de Temuco