Cuando el Señor pregunta a sus apóstoles, «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (v. 15). Sólo Pedro responde: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» (v. 16). Esta es la confesión: reconocer que Jesús es el Mesías esperado, el Dios vivo, el Señor de nuestra vida.Hoy Jesús nos mira a nosotros para preguntarnos: «¿Quién soy yo para ti?». Es como si dijera: «¿Soy yo todavía el Señor de tu vida, la orientación de tu corazón, la razón de tu esperanza, tu confianza inquebrantable?». Como san Pedro, también nosotros renovamos hoy nuestra opción de vida como discípulos y apóstoles de Jesús, para ser «suyos», no sólo de palabra, sino con las obras y con nuestra vida.
Quien confiesa a Jesús sabe que no ha de dar sólo opiniones, sino la vida; sabe que no puede creer con tibieza, sino que está llamado a «arder» por amor; sabe que en la vida no puede conformarse con «vivir al día» o acomodarse en el bienestar, sino que tiene que correr el riesgo de ir mar adentro, renovando cada día el don de sí mismo. Quien confiesa a Jesús se comporta como Pedro y Pablo: lo sigue hasta el final; no hasta un cierto punto sino hasta el final, y lo sigue en su camino, no en nuestros caminos. Su camino es el camino de la vida nueva, de la alegría y de la resurrección, el camino que pasa también por la cruz y la persecución. Así ambos derramarían su sangre por Cristo, uno por la cruz y el otro por la espada.
Incluso hoy en día, en varias partes del mundo, a veces en un clima de silencio —un silencio con frecuencia cómplice—, muchos cristianos y pastores son marginados, calumniados, discriminados, víctimas de una violencia incluso mortal.Sin la cruz no hay Cristo, pero sin la cruz no puede haber tampoco un cristiano. En efecto, «es propio de la virtud cristiana no sólo hacer el bien, sino también saber soportar los males» (Agustín, Disc. 46.13), como Jesús. Soportar el mal no es sólo tener paciencia y continuar con resignación; soportar es imitar a Jesús: es cargar el peso, cargarlo sobre los hombros por él y por los demás. Es aceptar la cruz, avanzando con confianza porque no estamos solos: el Señor crucificado y resucitado está con nosotros. Así, como Pablo, también nosotros podemos decir que estamos «atribulados en todo, mas no aplastados; apurados, mas no desesperados; perseguidos, pero no abandonados» (2 Co 4,8-9).
Soportar es saber vencer con Jesús, a la manera de Jesús, no a la manera del mundo. Y así, en el misterio del sufrimiento ofrecido por amor, en este misterio que muchos hermanos perseguidos, pobres y enfermos encarnan también hoy, brilla el poder salvador de la cruz de Jesús.En la Iglesia, la oración es la que nos sostiene a todos y nos ayuda a superar las pruebas. Nos lo recuerda la Escritura: «Mientras Pedro estaba en la cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él» (Hch 12,5). Una Iglesia que reza está protegida por el Señor y camina acompañada por él.
Que estos Apóstoles en su Fiesta, bendigan la fe con que nuestros pescadores de las caletas y puertos de Chile les veneran; ellos intercedan por sus grandes anhelos y esperanzas, y les protejan en medio de sus sacrificadas faenas en el mar.