Escribe: Monseñor Jorge Concha Cayuqueo, obispo Diócesis San José de Temuco.
En el ámbito rural, en nuestras campiñas se extiende un paisaje a veces que nos lleva al paraíso por muchos rincones especialmente al sur, en la cordillera y en nuestro litoral. Desde tiempos inmemoriales, estas zonas han sido el sustento de generaciones, de emprendimientos y el desarrollo para el país. La magnificencia de su fertilidad se manifiesta en las vastas extensiones de cultivos y huertos, industrias y poblaciones rurales que adornan el horizonte, testimoniando la generosidad de la tierra, su cuidado y preservación: “vivir la vocación de ser protectores de la obra de Dios es parte esencial de una existencia virtuosa, que no consiste en algo opcional ni en un aspecto secundario de la experiencia cristiana”, nos dice el Papa Francisco (LS 217), que es parte de las consecuencias del encuentro con Jesucristo, que hace que las relaciones sean una verdadera conversión ecológica.
Durante la época estival, especialmente los campos del sur de Chile cobran un movimiento inusual, con la actividad de las cosechas y un movimiento sin igual de personas que se adentran hacia ella para procurar descanso y experimentar el innegable fortalecimiento que nos aporta la naturaleza al entrar en contacto amable con ella. Es el verano, y la familia campesina, los agricultores, ganaderos y el turismo cobran nuevamente un intenso ajetreo. Es un ciclo ancestral que se repite con devoción y gratitud cada temporada, con aquellas herramientas que se resisten a ser abandonadas y con la novedad de las últimas tecnologías aplicadas en el trabajo y extraer el fruto esperado de nuestra tierra.
Como en todo orden de cosas y de realidades tenemos desafíos y contradicciones por desgracia: las alertas, el estrés en la población por la temporada de los eventos incendiarios, la delincuencia rural, entre otros actos del ser humano. Por un lado, la cosmología nos enseña a querer y respetar el espíritu de la tierra y estar en armonía con ella porque somos uno con ella. No se explica ni se entiende que se la violente: yo la llamaría violencia intraexistencial, porque es nuestra casa común, es que se atenta contra la existencia misma de nuestros pueblos y de la diversidad que habita por nuestros campos. Alguien no estará de acuerdo con el punto. Bien. Llamo a la sensatez, al diálogo con encuentro y reconocimientos.
Quiero terminar, si me lo permiten, con un trozo de un himno de San Francisco de Asís que dice: “Y por la hermana tierra, que es toda bendición, la hermana madre tierra, que da en toda ocasión, las hierbas y los frutos y flores de color, y nos sustenta y rige: ¡loado, mi Señor!”.