Escribe: Monseñor Jorge Concha Cayuqueo, Obispo Diócesis San José de Temuco.
La Iglesia, en su pedagogía litúrgica, nos ofrece cada Domingo la riqueza contenida en el Evangelio, que siempre es para nosotros Buena Noticia que ilumina, anima y consuela. Durante estos Domingos leemos las llamadas “parábolas del Reino”, comparaciones por medio de las cuales Jesucristo nos revela quién es Dios y cómo actúa, realizando su acción liberadora y redentora.
Hoy, por medio de la parábola del trigo y la cizaña, que plantea el problema de la coexistencia del bien y del mal, se nos anuncia especialmente la paciencia y misericordia de Dios frente al mal que nos acecha y con el que convivimos. En efecto, todos vivimos la experiencia del mal en nosotros mismos, cuando tomamos conciencia de nuestro egoísmo, injusticia o hipocresía; y en el mal que hacemos a otros. También vemos la acción del mal que se expresa en tantas situaciones de dolor e injusticia social, en el absurdo de la violencia, en la insensatez de la guerra y en tantas tragedias que dañan y destruyen comunidades. Pero entonces, ¿por qué Dios no destruye lo malo? ¿por qué Dios permite el mal en este mundo? La parábola de Jesús deja claro que el mal no procede de Dios. Pero Él no permanece distante, ni observa con indiferencia el sufrimiento que causa el mal en el mundo. Dios promueve el amor y la libertad; da tiempo a la misericordia y a la conversión. Él es el dueño del campo, es quien ha sembrado y Él mismo es la buena semilla.
La parábola nos invita a descubrir a Dios paciente, comprensivo y misericordioso, frente a la impaciencia e intolerancia de los servidores que sólo quieren arrancar la cizaña cuanto antes a riesgo de arrancar también el trigo. Dios, en cambio, sabe esperar. Él mira el campo de la vida de cada persona con paciencia y misericordia; ve, con más claridad que nosotros, la suciedad y el mal; pero, al mismo tiempo, los brotes de bien, y espera con ilusión su maduración. El dueño del campo no confunde el bien con el mal, pero no permite que sus servidores se precipiten arrancando la cizaña, para dar tiempo a la misericordia. El bien es siempre mayor que el mal, la gracia más fuerte que el pecado, aunque su acción resulte menos visible y ostentosa.
Jesús en la parábola nos enseña a moderar ímpetus y a saber aguardar. Así, creer en el Dios de Jesucristo significará para nosotros avanzar en la superación de nuestras intolerancias y descalificaciones a los demás, a esos que consideramos “malos”, a esos otros que piensan distinto o que hacen las cosas de otra manera. Creer en Dios paciente significará también para nosotros aprender a no ser jueces ni tomar la justicia por nuestras manos, sino reconocer que el juicio le pertenece al Dueño del campo al momento de la cosecha; deberemos aprender a renunciar a vivir únicamente desde nuestras simpatías o antipatías (ideológicas, afectivas, culturales, sociales, económicas, religiosas), sino más bien desde el Espíritu de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones.
Convivir con el mal, en nosotros y fuera de nosotros, no significará aceptarlo resignadamente ni mucho menos aprobarlo, sino más bien, empeñarnos en hacerle frente, en luchar contra él, pero con Dios y como Él, que es paciente y misericordioso.