La decisión de un Alcalde, de construir un edificio para trasladar familias humildes de la comuna, a un sector económico de mayores ingresos, ha provocado el cuestionamiento de un porcentaje de estos últimos y un gran debate en nuestra sociedad.
Quienes hemos vivido ya gran parte de nuestra vida, debemos recordar que antiguamente, la inmensa mayoría de la población vivía en barrios socialmente integrados. Espacios vitales en donde el vecindario era clave. Allí compartían las familias de pequeños y medianos comerciantes, profesionales, obreros, empresarios, empleados, autoridades y feriantes. Todos nos conocíamos, los amigos eran los del sector, sus papás eran nuestros “tíos”, sus casas eran las nuestras, el lugar de entretención era la calle. Existía una gran solidaridad en las horas de dolor, y las alegrías compartidas. El afecto, acogida y solidaridad eran primordiales para construir confianzas y sentirse protegidos. Ser pobre, “medio pelo” o de buenos recursos, o de distintas posturas políticas y formas de pensar, no era percibido en el barrio como una amenaza, u objeto de agresión. Menos aun cuando los talentos de cada uno estaba al servicio de los demás. Existía una preocupación porque a los próximos (prójimos), no les faltara lo necesario.
Pero algo nos pasó. Urbanamente nos fuimos segregando por clases sociales, separándonos según ingresos, y el bienestar económico que nunca habíamos tenido, paradojalmente aumentó la brecha transformándonos en unos de los países de mayor inequidad. Y a diferencia de algunas décadas, en que en un gran porcentaje y sin distinción de clase, vivíamos más sencillamente, nos volvimos consumistas, individualistas, competitivos y el otro dejó de ser un tema. Comenzamos a llenarnos de urbanizaciones con guardias, barreras, cercos eléctricos, rejas, alarmas, drones…Es decir, a sentirnos amenazados, inseguros, con temor, ante una violencia, delincuencia y desprecio por el ser humano que no habíamos conocido.Las razones son múltiples y variadas, pero la preocupación que queda es que al parecer hemos estado más enfocados en impulsar un tipo de economía, que construir sociedad.
Desde la Doctrina Social de la Iglesia, cuánto anhelamos nosotros que cada persona y sociedad tuvieran un auténtico desarrollo en todos los ámbitos. Sin embargo, para que ello sea posible no sirve cualquier tipo de sociedad, sino que se requiere un modelo que por sobre todo, ubique en el centro de sus intereses la dignidad de la persona humana. Ello exige necesariamente estar en posesión de una sabiduría suficiente, que permita conocer cuál es la identidad, vocación y destino último de la persona y del género humano, y ponerse al servicio de todo ello. ¿Qué lograríamos con un progreso económico y científico desbordante, si paralelamente va acompañado de sociedades deshumanizadas, sumando nuevas pobrezas y dolores?. Estamos todos desafiados.