El domingo 12 de marzo, en la columna publicada en el diario Austral de la ciudad de Temuco, el Pbro. Juan Andrés Basly Erices, administrador diocesano, se refiere al evangelio de este domingo, donde » Jesús nos habla de aquella mujer samaritana que repartía agua de su pozo».
¿Habrá una experiencia más vital y cotidiana que la de la sed y el agua?, la liturgia de hoy domingo 12 de marzo, nos presenta la fuerza vital de la fe a través de estas imágenes; estas se enmarcan dentro de un camino de catequesis cuaresmal que busca prepararnos para renovar la alegría del Bautismo en la Pascua de Resurrección.
Por lo tanto, hay encuentros que, lejos de olvidarse, dejan una huella impresa en nuestra memoria o en el corazón: aquella primera vez en que se cruzaron los ojos de los enamorados; el retorno o la recuperación de un amigo que lo dábamos por perdido; el abrazo de un hijo con los padres después de una prolongada ausencia, y como en todo, hay encuentros superficiales (agua que se evapora) y golpes que llegan hasta el fondo del alma (agua fecunda y viva).
En el evangelio de este domingo, Jesús nos habla de aquella mujer samaritana que repartía agua de su pozo. Aunque ella no lo sabía, tenía mucha sed de amor. Jesús que acude al pozo sediento, le dice que él tiene un agua nueva, el agua viva que calma toda sed. Y ella le pide: “Señor, dame de esa agua”.
Metidos de lleno en la Cuaresma nos encontramos con una dimensión catequética centrada en el bautismo, como sacramento que nos sumerge en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo. El bautismo sellaba un encuentro con Cristo, un encuentro que cambia la vida. La persona afortunada de este domingo no tiene nombre, es simplemente una mujer samaritana, una pagana (Jn 4,5-42). A través de la revelación progresiva de la persona de Jesús, llega a la fe, que hará de ella una misionera en su tierra. El cristiano es un discípulo misionero.
Nos vendrán, pero que muy bien, para renovar nuestra fe en la gran noche de la Santa Pascua. Como la samaritana, tal vez, caemos en el riesgo de quedarnos en lo superficial: agua para calmar la sed del momento y poco más. ¿Es eso lo que espera el Señor de nosotros? ¿Venimos a la Eucaristía, fuente de vida y de entrega, a cumplir el expediente o a fortalecer y reavivar nuestra vida cristiana con todas las consecuencias?
Conocer el don de Dios, en eso somos un poco como la samaritana, debiera de ser nuestro empeño y nuestra aventura. Con ese regalo, entre otras cosas, sabríamos que nuestra fe (lejos de ser exigencias morales) es una experiencia en carne viva, en lo más hondo de nuestras entrañas con Aquel que tanto nos ama. ¿Sentimos esa presencia de Jesús como gracia y algo sensible en nuestro vivir cotidiano?
A la samaritana, aquel encuentro fortuito con Jesús, le parecía ilógico. ¿Cómo podía dirigirse con tanta humanidad y respeto un judío a una mujer que, además, era samaritana? Ella sólo buscaba agua para colmar la sed y, un nazareno, le cuenta con pelos y señales lo bueno y lo malo de su vida. Aquella mujer se dio, sin quererlo ni pretenderlo, de bruces con Cristo. A partir de ese momento su vida, sus hechos y sus palabras no serían las mismas. Su cántaro, ahora, era su corazón abierto a Jesús.
Lo contrario ocurre en muchos de nosotros. Como cristianos tenemos una experiencia más o menos profunda de Jesús (por el Bautismo, la Comunión, el Matrimonio, la participación puntual en una procesión) pero ¿hemos llegado al fondo del misterio? ¿Hemos descendido al fondo del pozo de la salvación que es Cristo? ¿No nos quedaremos al borde de ese misterio?
Ojalá diéramos con la fórmula para que aquellos hermanos nuestros que un día fueron felices encontrándose con Jesús, y que lo han dejado por el camino, volviesen a vibrar en ellos las cuerdas de sus almas y sentir la presencia del Salvador.
Si muchos cristianos abandonan su fe (muchas veces con excusas sobre la coyuntura eclesial o por simple dejadez) ¿no será en el fondo porque no saborearon a Dios con la misma intensidad que le gustó en carne viva la samaritana? Si conociéramos el don de Dios, diríamos siempre: “Señor, dame esa agua: así no tendré más sed”.