Diócesis de Temuco

Resucitó y está Vivo. «¡Aleluya!»

¡Hoy se ha roto la muerte y rasgado los cielos para llenar de luz nueva la tierra!, así lo anuncia el Evangelio de San Juan 20,1-9, proclamado en la liturgia de este Domingo de Pascua de Resurrección.

El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue a donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo a quien tanto quería Jesús, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto».

Salieron Pedro y el otro discípulo, en camino hacia el sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entró.

Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro, vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; “vio y creyó”. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos. (Juan 20, 1-9).

Decía bellamente el Papa Francisco: “A veces, la oscuridad de la noche parece que penetra en el alma; a veces pensamos: “ya no hay nada más que hacer”, y el corazón no encuentra más la fuerza de amar…  Pero precisamente en aquella oscuridad Cristo enciende el fuego del amor de Dios: un resplandor rompe la oscuridad y anuncia un nuevo inicio, algo comienza en la oscuridad más profunda. Nosotros sabemos que la noche es más noche y tiene más oscuridad antes de que comience la jornada. Pero, justamente, en aquella oscuridad está Cristo que vence y que enciende el fuego del amor. La piedra del dolor ha sido retirada dejando espacio a la esperanza. ¡He aquí el gran misterio de la Pascua! En este día santo,  la Iglesia nos entrega la luz del Resucitado, para que en nosotros no exista el lamento de quien dice “ya no…”, sino la esperanza de quien se abre a un presente lleno de futuro: Cristo ha vencido la muerte y nosotros con Él. (Catequesis del 1° de abril de 2015)

Por tanto, Dios nos pide que miremos la vida como Él la mira, que siempre ve en cada uno de nosotros un núcleo de belleza imborrable. En el pecado, él ve hijos que hay que elevar de nuevo; en la muerte, hermanos para resucitar; en la desolación, corazones para consolar.

Por tanto, la Pascua, es la fiesta de la remoción de las piedras. Dios quita las piedras más duras, contra las que se estrellan las esperanzas y las expectativas: la muerte, el pecado, el miedo, la mundanidad, la violencia, las guerras. Por eso la historia humana no termina ante una piedra sepulcral, porque hoy descubre la «piedra viva» (cf. 1 P 2,4): Jesús resucitado.

Nosotros, como Iglesia, estamos fundados en Él, e incluso cuando nos desanimamos, cuando sentimos la tentación de juzgarlo todo en base a nuestros fracasos, Él viene para hacerlo todo nuevo, para remover nuestras decepciones.

El mensaje del sepulcro vacío es una invitación a no buscar al Señor en el lugar destinado a los muertos.

¿Por qué buscan ustedes entre los muertos al que está vivo?, dice el Evangelio de Lucas (24,5). Sólo se le puede encontrar en otra dimensión, distinta de la física, y esto es precisamente lo que constituye el sentido de la frase del relato del Evangelio de Juan, “el otro discípulo” que después de María Magdalena llegó con Pedro al sepulcro: “vio y creyó”. ¿Qué vio? Unas vendas y un sudario. ¿Qué creyó? Lo que Jesús ya les había anunciado antes de su muerte: que iba a resucitar.

Vivamos pues con gozo el acontecimiento de la Resurrección de Cristo, prenda de nuestra futura resurrección. Que la alegría propia de nuestra fe pascual irradie a nuestro alrededor como en aquel tiempo sucedió con las discípulas y los discípulos de Jesús, y por supuesto, como debió suceder con María santísima, sin duda la primera en experimentar la presencia de su Hijo resucitado. Les deseo: ¡Una Feliz Pascua de Resurrección!

Escribe: Pbro. Juan Andrés Basly Erices, administrador diocesano